Don Carlo

Giuseppe Verdi

9, 12, 15, 18 y 21 diciembre 2017

 
Sala Principal

Una profunda reflexión sobre el deber y el querer, el amor y la obediencia, el pueblo y su gobernante, la creencia y la superstición. La definitiva encrucijada entre un padre y su hijo en el grandioso marco del imperio español como tema universal.


 

Duración aproximada: 3 h 30 min

Dirección musical
Ramón Tebar

Dirección de escena, escenografía e iluminación
Marco Arturo Marelli

Vestuario
Dagmar Niefind

Producción
Deutsche Oper de Berlín

Cor de la Generalitat
Francesc Perales, director

Orquestra de la Comunitat Valenciana

Rodrigo
Plácido Domingo

Elisabetta di Valois
María José Siri (9, 15, 21)
María Katzarava (12, 18)

Don Carlo
Andrea Carè

Filippo II
Alexánder Vinogradov

Eboli
Violeta Urmana

Il Grande Inquisitore
Marco Spotti

Un frate
Rubén Amoretti

Tebaldo
Karen Gardeazabal

Voce dal cielo
Olga Zharikova

Deputati fiamminghi
Javier Galán
Manuel Mas
Valentin Petrovici
Pedro Quiralte
David Sánchez
Arturo Espinosa *

Il Conte di Lerma / Un araldo reale
Matheus Pompeu *

*Centre Plácido Domingo

ACTO I

Cuadro I
Claustro del Monasterio de Yuste. Un grupo de frailes reza en el interior de la capilla por el eterno descanso de Carlos V. En el exterior, postrado ante la tumba del emperador, un fraile hace su particular plegaria. Está a punto de amanecer y el príncipe Don Carlos, Infante de España, vaga perdido por el claustro del monasterio mientras escucha a lo lejos los salmos que entonan los monjes. Se detiene a meditar y recuerda con nostalgia aquel día en que conoció a Isabel de Valois en el bosque de Fontainebleau y se enamoró perdidamente. Ella estaba destinada a ser su esposa, pero el fin de las hostilidades entre Francia y España (Paz de Cateau-Cambrésis), sellado mediante un acuerdo matrimonial por el que el rey Felipe II contraía matrimonio con Isabel de Valois, hija del rey Enrique II de Francia, truncó el compromiso del infante con la hija del monarca francés. Don Carlos continúa enamorado de la que ahora es su madrastra y culpa a su padre, el rey Felipe II, de haberle destrozado el corazón. Un monje misterioso se acerca al infante con intención de consolarlo, y al poco tiempo desaparece con el repicar de las campanas. El príncipe queda aterrorizado al creer que lo que ha visto es un espectro de Carlos V. Aparece Rodrigo, Marqués de Posa y gran amigo del infante. En la conversación que mantienen, Don Carlos confiesa su pasión secreta por la reina. Rodrigo muestra su comprensión y le aconseja que parta a Flandes; sólo allí, entre los súbditos, aprenderá a ser un verdadero rey y, sólo así, olvidará ese amor imposible que le atormenta. Los reyes, acompañados por el séquito, cruzan el claustro y se detienen por un momento ante la tumba de Carlos V. Isabel de Valois y Don Carlos cruzan por unos instantes sus miradas y se emocionan. Los reyes entran en la capilla y Rodrigo consuela al príncipe. Los dos amigos se juran fidelidad y amistad eterna.

Cuadro II
En las inmediaciones del claustro damas de la reina, pajes y la Princesa de Éboli aguardan la llegada de la soberana mientras entonan una alegre canción. Isabel de Valois sale del claustro, con cierta tristeza en su rostro. Aparece Rodrigo, quien, con el pretexto de entregar a la reina una carta de su madre, Catalina de Medici, reina de Francia, aprovecha para incluir discretamente una nota de Don Carlos en la misiva. Isabel de Valois, un tanto temerosa, lee la nota mientras Rodrigo conversa con la Princesa de Éboli. El Marqués de Posa solicita de la reina una entrevista a solas con el infante, a lo que ésta accede, a pesar de que duda de la conveniencia de ese encuentro por respeto al rey. Cuando llega Don Carlos, el séquito que acompaña a la reina comienza a retirarse disimuladamente hasta que se quedan los dos solos. El príncipe suplica a su madrastra que interceda por él ante el rey para que le permita marchar a Flandes, pero la conversación se desvía a una apasionada declaración de amor de Don Carlos a la reina. La entereza y frialdad de Isabel de Valois ante el arrebato incontrolado del infante provocan que éste huya despavorido.

Felipe II sale del claustro del monasterio. El monarca, al advertir que la reina se encuentra sola, ordena la expulsión de España de la Condesa de Aremberg, ya que ha incumplido la orden real según la cual la reina debe estar acompañada permanentemente. Isabel de Valois conforta a la desdichada, tras lo cual todos los presentes se retiran y el rey se queda a solas con el Marqués de Posa. El monarca agradece la lealtad que le profesa Rodrigo y le abre su corazón. Esta muestra de confianza es aprovechada por el súbdito del rey para exponer la delicada situación política que se vive en Flandes, pero el soberano rechaza lo que considera ideales irrealizables y le transmite que lo que en realidad le preocupa es la sospecha de una posible relación entre la reina y Don Carlos. El rey pide a Rodrigo que los vigile y le advierte que tenga cuidado con el Gran Inquisidor.

ACTO II

Cuadro I
Un lugar apartado en los jardines de la reina en el Alcázar de Madrid. Es de noche y el infante aguarda el encuentro al que ha sido convocado mediante una nota que él sospecha que es de Isabel de Valois. Ataviada con las joyas y el antifaz de la reina, se aproxima la Princesa de Éboli (Isabel de Valois es la anfitriona de la fiesta que se celebra en los jardines reales; se sentía cansada y antes de retirarse ha prestado a la Princesa de Éboli parte de su indumentaria para que ésta haga el papel de reina ante los invitados y éstos no noten la ausencia de la soberana).

Don Carlos declara apasionadamente su amor a la dama. La Princesa de Éboli se siente gratamente complacida, pues ama en secreto al infante y ha sido ella quien ha escrito la nota. Cuando se quita el antifaz y Don Carlos comprende la confusión de la que ha sido objeto, muestra rechazo. Ella no tarda en apercibirse del secreto y jura venganza. Aparece Rodrigo e intenta calmar a la despechada Princesa de Éboli, pero ésta parte furiosa tras amenazar con revelar todo al rey. Rodrigo pide a Don Carlos que le confíe toda la documentación comprometida que tenga en su poder.

Cuadro II
Una gran plaza frente a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha. La muchedumbre comienza a invadir el lugar y se prepara para asistir a un Auto de fe posterior a la ceremonia de coronación del rey. Felipe II sale de la iglesia y es recibido por el pueblo, que se inclina ante su presencia. Don Carlos presenta a seis diputados flamencos que suplican al rey el cese del derramamiento de sangre en Flandes, pero el monarca ignora las peticiones y el alterado infante termina por desenvainar su espada y autoproclamarse libertador de los territorios oprimidos por España. Felipe II ordena que lo desarmen y es el Marqués de Posa quien finalmente procede a cumplir la exigencia, ante el asombro de todos los presentes. Restaurado el orden con la detención de Don Carlos, se inicia el Auto de fe. Cuando las hogueras se encienden, una voz celestial da la bienvenida a las almas de los condenados.

ACTO III

Cuadro I
Despacho de Felipe II en el palacio. Amanece. El monarca medita sobre su vida y se siente afligido porque el balance es triste y desolador: la reina no le ama y su hijo se ha rebelado en público contra él. El Gran Inquisidor entra en el despacho, convocado por el propio rey. Felipe II quiere cerciorarse de que obtendrá el perdón divino si castiga a su hijo con la muerte. El Gran Inquisidor, una autoridad eclesiástica fanática y cruel, despeja las dudas del monarca y le convence para que sea inflexible con su hijo y lo sacrifique; es más, quiere que le entregue también al Marqués de Posa, a lo que el monarca se niega en rotundo.

Tras la marcha del Gran Inquisidor, la reina irrumpe agitada para exigir justicia: el cofre donde guarda sus joyas ha desaparecido. Felipe II muestra el cofre a la reina y ante la negativa de ella a abrirlo, fuerza el cierre y descubre en su interior el retrato del infante. Fuera de sí, el monarca acusa de adulterio a su esposa, que se desmaya horrorizada. A la petición de socorro del rey acuden la Princesa de Éboli y Rodrigo. Más sereno, Felipe II se convence de la inocencia de la reina. Al quedar a solas Isabel de Valois y la Princesa de Éboli, ésta confiesa su doble traición: es ella quien la ha acusado de adulterio ante el rey y además ha sido amante del monarca. La reina le da a elegir entre el destierro o el convento y abandona la estancia. A solas con sus remordimientos, la Princesa de Éboli se maldice por su belleza y la traición a la reina. Cuando recupera la calma, piensa en que aún está a tiempo de salvar a Don Carlos, por lo que urdirá un plan para ayudarle a escapar de la prisión.

Cuadro II
El infante se halla en el calabozo y recibe la visita de su amigo Rodrigo, que acude para reiterarle su fidelidad y transmitirle que en breve le salvará del presidio. Además, le cuenta que la reina irá a Yuste a despedirse de Don Carlos antes de que éste parta a Flandes. El Marqués de Posa ha declarado como suyos los documentos del infante que obraban en su poder y que le han sido incautados. Por ello, comenta a su amigo que la Inquisición está tras él y le queda poco tiempo. Dos oficiales del Santo Oficio, que se han introducido silenciosamente en la prisión, disparan y hieren de muerte a Rodrigo, quien expira en los brazos del infante haciéndole prometer antes que liberará Flandes. A continuación llega Felipe II dispuesto a reconciliarse con su hijo, pero éste lo rechaza horrorizado. Se oye alboroto en la calle provocado por la multitud que clama libertad para el príncipe. En esta situación de confusión, instigada por la Princesa de Éboli, Don Carlos huye poco antes de que llegue el Gran Inquisidor, que con su imponente presencia logra calmar la rebelión.

ACTO IV

Claustro del Monasterio de Yuste. Es de noche. La reina aguarda el encuentro con el infante mientras reza ante la tumba de Carlos V y medita sobre los días felices de su juventud en Fontainebleau. Aparece Don Carlos, que viene a despedirse de su madrastra antes de partir a Flandes, pero son interrumpidos por el rey y el Gran Inquisidor, que pretenden apresar a los amantes. Cercado por las tropas de la Inquisición, Don Carlos intenta defenderse, pero la súbita aparición del fraile misterioso paraliza la escena cuando los presentes reconocen en su figura al emperador Carlos V, que arrastra a Don Carlos hacia la oscuridad.

Don Carlo, o la idea de Estado con la excusa del amor.

Giuseppe Verdi aceptaba, en 1867, el encargo de la Opéra de Paris para componer y estrenar en su sede un título novedoso. La celebración de la Exposición Universal sería el evento en el que el maestro italiano presentaría su obra número 25, Don Carlo -o Don Carlos, según su original denominación en lengua francesa-, su segunda incursión en la Grand Opéra francesa en cinco actos y con ballet.

Escrita sobre un libreto de François-Joseph Méry y Camille Du Locle, su fuente literaria es una de las obras capitales del pensamiento prerromántico occidental: Dom Karlos, Infant von Spanien (Don Carlos, infante de España) escrito por Friedrich Schiller en 1787. La revisión, habitual hoy día, en cuatro actos sin ballet y en lengua italiana -limpia de todo elemento ajeno al drama de Schiller- delata aún más si cabe la estrecha relación ideológica entre el escritor y el compositor.

No es casual que este título se gestara en un momento de considerable agitación geopolítica: el nacimiento de las nuevas monarquías europeas, Alemania e Italia. Don Carlo es una reflexión sobre el Estado en el liberalismo romántico que aprovecha el Verdi más político para cuestionar el derecho del gobernante sobre el pueblo (Felipe II y la monarquía absoluta), la religión y el hombre (la Inquisición) y la incomprensión entre generaciones (Felipe II y el infante Carlos de Austria), el trauma paterno filial, paradigma aquí del viejo absolutismo y las nuevas repúblicas y monarquías parlamentarias.

No es casual tampoco que esta ópera, de extrema dificultad y poco representada hasta los años 50 del siglo XX, cobrara nuevo aliento tras la Segunda Guerra Mundial, dramático punto de inflexión para repensar el mundo y el tenebroso juego de los intereses de estado.

Como excusa para todo, el amor: entre Carlos e Isabel de Valois, entre Carlos y Rodrigo de Posa. Y la ausencia de amor: entre Felipe II e Isabel, entre Éboli y Carlos, entre el Estado y el Pueblo, entre el Hombre y la Religión.

Anselmo Alonso Soriano